Hace un par de días aprendí la diferencia entre un palacio y un castillo. Por definición, el primero es una construcción suntosa para que un rey, sultán, gobernante "uloquesea" habite. Un castillo, por otro lado, es una fortaleza. Una estructura de tamaño y diseño tal que permita a los habitantes de alguna población resguardarse en caso de ataque.
Cuando lo leí al preparar mi clase de un nivel que nunca había impartido, no me hizo ruido. Pero, al paso de los días, entendí esa tendencia humana de refugiarse que nos ha acompañado a lo largo de la Historia.
Hoy nos rodeamos de ellas. Ahorramos para el futuro, tenemos automóviles que nos refugian, que nos protegen. Nos rodeamos de amigos. Formamos familias. Estudiamos, persiguiendo un título universitario, un estatus de postgrado que nos refugie. Muy en el fondo, tenemos un miedo casi nato, casi institivo, un miedo fantasma, indefinido, pero presente, que nos lleva a rodearnos de cosas que nos representen seguridad.
Y el día que desaparecen... sufrimos. No sólo por el cambio de vida que representan, si no por la falla en el sistema de pensamiento y actuar que representan. Así bien, el día que renuncias al estatus de ser "Licenciado en Quesadillas I,II y III" y comienzas a explorar nuevas opciones de vida, o el día que a tu carro se le ocurre no prender y no estar listo ni por error en la fecha acordada, la realidad de tu vulnerabilidad humana te da un sartenazo en la cara: sigues siendo polvo y en polvo te convertirás.
Formamos fortalezas emocionales también. Inventamos la independencia. Esa cualidad loable de ser "in" independiente y no necesitar de nadie que venga a rescatarnos la vida. Yacemos confiados en el set de habilidades aprendidas, adquiridas con la educación universitaria o de casa para creer que podemos solos. Que el amor y esas cosas siempre pueden llegar algún día, pero que mientras tanto, contamos con nosotros mismos para encarar el día a día, el reto del trabajo cotidiano, escapar de la rutina, encontrar la paz interior, la felicidad en las cosas pequeñas y ser suficientes. Me basto a mí misma. ¿Lo ves? Me basto. Puedes irte o quedarte. Seguro te extrañaré, pero me quedo yo. Me quedan mis amigos, mi familia, mi trabajo, mi talento, mi currículum, mi éxito profesional, mi capacidad de reinventarme, mis fologüers en tuíter y una larga lista de etcéteras que construyen la fortaleza que todos los autores de superación personal definen como saludable y deseable.
Y así, armados con todo aquello que creemos, nos hace fuertes, enfretamos el reto de vivir. Ya saben, eso de salir a corretear la chuleta para algo. Para comprar, viajar, comer, seguir estudiando, aprender más cosas, asentarse ... formar una sociedad más justa, una ciudad pujante, una patria ordenada... un mundo mejor.
Pero ¿de qué o quién nos refugiamos? ¿alguien tiene el nombre y apellido del miedo que nos lleva a la búsqueda de todo lo que somos y tenemos?
Habrá quién diga que no es miedo. Que es el instito humano de subsistencia, la ambición inherente a un ser pensante, la necesidad social y política de la condición humana lo que nos lleva a rodearnos de cosas, afectos, conocimientos y rutinas. Y que es parte del apego natural sufrir cuando se pierden.
Y yo digo que sí es miedo. Que necesitamos las fortalezas porque nos sentimos débiles. Que hay una percepción implantada en nuestro cerebro que nos genera sentimientos de pequeñez. De vulnerabilidad. De soledad. Y entonces, me hago grande sabiendo cosas. Y fuerte, ganando dinero, teniendo amigos, formando una familia, comprando cosas caras que me dan estatus.
Pero, el día que se van, el día que se pierden, que fallan, que se descomponen, el día que tu pareja decide que ya no empata contigo y al mes emmpata con alguien, el día que tu jefe se pone en su plan que lo haces todo mal, el día que tus fortalezas se van... quedas tú, sangre, agua, huesos y fluídos de cara a la realidad: eres débil, estás solo y nada de lo que construíste, adquiriste o leíste, está ahí para cambiar tu condición.
Y ese día descubres que tu fortaleza más fuerte es saberte débil. Aceptar que todo puede irse, fallar, descomponerse, perderse y que aún así, quedaste tú.
Tú, con todo tu todo. Con los ojos para ver hacia nuevos caminos. Tú, con tu sonrisa, ese mágico instrumento que abre todas las puertas. Tú, con tu voz para pedir ayuda a quien quiera dártela. Tú, con tus oídos, para escuchar aquello que la vida quiera enseñarte. Tú, con tus manos abiertas a crear, a recibir, a compartir, a ayudar a quien te encuentres. Tú, con tu corazón lleno de esperanza y fuerza. Ese día aprendes que tu cuerpo es un palacio donde habita un rey. Y ése, no necesita fortalezas.
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